Pregunta 50:
¿Por qué debería ser cristiano? ¿Qué bien me haría y cómo me garantizaría el cristianismo la vida eternal? Los musulmanes no estiman a los cristianos, al igual que éstos no ven bien a los judíos: ¿Cómo sé cuál es la religión correcta? Una religión hace que la otra suene como un cuento de hadas. ¿Cómo puede probarse la verdad? ¿Dónde está la prueba? Ciertamente que existe el Creador, pero ¿qué religión es la verdadera? (TR)
Respuesta: En primer lugar, el texto del libro y la respuesta a las preguntas previas deben haber mostrado que la fe cristiana afirma, por una parte, que es la religión verdadera, pero de ahí no se sigue que las otras religiones, como la judía o la islámica, sean completamente falsas o no posean valor alguno. El que hace la pregunta debería leer con mayor atención los capítulos 11 y 4, como también la respuesta a la pregunta 42.
¿Por qué hay que convertirse al cristianismo? Porque, como todo cristiano convencido dirá, ser cristiano significa encontrarse con Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida (véase Jn 14,6) y porque la fe cristiana satisface, por tanto, lo que de verdad anhela el ser humano en su vida. ¿Qué induce a una persona a ser cristiano? Jesucristo, el Hijo de Dios que lo atrae a su vida, permitiéndole que le siga a él y al pueblo de la iglesia que cree en él. Le concede tal alegría y plenitud permanente aquí en la tierra que sólo el Dios verdadero puede garantizar.
Los cristianos, junto con la iglesia, creen que Dios, nuestro creador y Señor misericordioso, se reveló mediante su Hijo Jesús, revelando, así, la Verdad. Por consiguiente, es absolutamente fundamental conocer a Jesús, su persona y lo que dice, para que te dispongas honestamente a confrontarte con él cara a cara. A lo ya mencionado en el capítulo 2, me gustaría añadir un fragmento del libro escrito por el teólogo Otto Hermann Pesch (Kleines Glaubensbuch, Topos Taschenbuch 29):
El Hijo del hombre
...Si se quiere entender qué significa creer en Jesucristo el Hijo de Dios, debemos contemplar su vida en la tierra. Jesús vivió como cualquier persona de su tiempo… Fue una persona de los pies a la cabeza y, además, una buena persona. Pero por encima de esto y más allá, ¿qué tenía de especial?
En primer lugar, proclama un mensaje impresionante, que es mucho más maravilloso que el que habían proclamado los profetas anteriores. En efecto, anunció que el reino de Dios está cerca (Mc 1,15), es decir, que Dios está cerca de todos los seres humanos – de todos. Todos deben saber y confiar en que Dios es un Dios para los seres humanos. Desaparece, por tanto, la incertidumbre sobre el modo de la relación de Dios con el hombre.
Jesús saca de este mensaje unas atrevidas consecuencias para la vida humana. No debemos tener miedo, ni a Dios ni al ser humano. Tampoco debemos preocuparnos por nuestra vida, es decir, por la terrible preocupación que se nutre siempre en el fondo del temor a que todo pudiera ser en definitiva algo vano y superfluo. Ni la culpa ni el fracaso son obstáculo para que Dios nos muestre su amor. Los seres humanos deben saber que pueden avanzar hacia la alegría perfecta casi inimaginable y que deben vivir de tal modo que los demás vean esta realidad en ellos.
Porque Dios ama al ser humano, aunque sigue habiendo diferencias, dejan de existir barreras entre las personas, es decir, desaparecen las diferencias por el estatus, el conocimiento, el talento o la virtud. Incluso se acepta a quienes están cargados de culpas, porque no hay nadie que esté exento de culpa. La justicia, la reconciliación y el amor deben regir la vida y curarnos, porque tal es la consecuencia de la reconciliación de Dios con la humanidad pecadora.
Más que todos los profetas
Jesús vivió el mensaje que predicó. Reunió a sus discípulos y los hizo participar en la propagación de su mensaje. Eligió a personas que ningún maestro de la ley preocupado por su reputación hubiera elegido: pescadores, personas simples y despreciadas de los pueblos y del campo. Comía con quienes eran considerados marginados: mujeres de mala reputación, hombres de sospechosa profesión (publicanos), y aconsejaba a los demás que hicieran lo mismo. Dio completamente la vuelta a los criterios clásicos de su sociedad, sobre todo a aquellos que discriminaban a los pobres, como, por ejemplo, la ayuda que también había que prestar a los enfermos en el día de sabbath. Entró en el Templo y denunció todo el sistema religioso judío de su tiempo, declarando que era contrario a la voluntad de Dios. No puede comprarse el favor de Dios. La gente debe entender que Dios los ama tal como son, no por sus buenas obras.
Los grandes profetas también proclamaron esto mismo, pero se habían mantenido en sus propios parámetros. De igual modo, muchos contemporáneos de Jesús pensaron que era un nuevo profeta con poderes especiales. Pero existe una diferencia…Jesús decía que era más que todos los profetas y maestros anteriores a él. Un maestro dice: Moisés dijo… un profeta dice: el Señor dice… Pero Jesús habló sin apelar a ningún poder superior: en verdad, yo os digo.
Además, del modo de ver a Jesús depende la forma en que se entiende la divinidad de Dios o el reino de Dios, como a menudo se le llama. Esta realidad se hace especialmente evidente en la intervención que tuvo en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,14-20). En ella explica Jesús lo siguiente: Yo soy aquel en quien se han verificado las promesas de los profetas. Los destinatarios no lo creyeron, y para Jesús fue esta elemental falta de fe lo que le impidió realizar milagros en Nazaret, como también en otros lugares. Sólo los que le siguieron – que, al menos, creyeron en él, y no raramente le seguían en sentido literal– experimentaron la cercanía de Dios. Y, finalmente, cuando hablaba de Dios, el Padre, nunca se incluyó a sí mismo y a sus destinatarios en una fórmula comunitaria que dijera Padre nuestro, sino que, más bien, distinguía entre vuestro Padre y mi Padre. Todos son hijos de Dios, pero sólo él es el Hijo.
El Hijo de Dios
Los destinatarios cercanos a las intervenciones de Jesús lo entendieron perfectamente: o bien aceptamos esta afirmación increíble y nos implicamos con él y con lo que dice, o bien es un blasfemo y un impostor. Los que no quisieron creerle, se comportaron coherentemente al detenerlo y presentarlo ante el pueblo como un blasfemo y ante el tribunal militar romano como un alborotador que merecía ser crucificado. Nada aconteció cuando, crucificado, se burlaban de él diciendo: Salvó a otros y a sí mismo no puede salvarse (Mc 15,31).
Sabemos cómo siguió la historia. La total desesperación de sus discípulos, que habían perdido toda esperanza (Lc 24,21), duró un corto lapso de tiempo. Se les apareció vivo, resucitado de entre los muertos. Entonces, los que llegaron a creer al escuchar este mensaje, pensaron de qué modo explicarían lo acontecido con Jesús. Lo llamaron el Hijo de Dios y lo alababan como tal. Es verdad que lo que querían decir puede expresarse también de otras formas, sobre todo en nuestro tiempo. Pero este título en particular era perfectamente adecuado para expresar la fe y para proclamarla en aquel tiempo como lo sigue siendo en nuestros días.
En primer lugar, el mismo Jesús decía a sus destinatarios que era un título correcto. Hay numerosos pasajes en los Evangelios donde leemos que Jesús se llama el Hijo de Dios o donde otros se preguntan entre sí o le preguntan si es el Hijo de Dios (por ej., Mt 16,16; Mc 14,61; Lc 1,32). Y cuando resalta que Dios es su padre, ¿cómo no iba a ser correcto llamarlo el Hijo de Dios?
Además, este título lo entendían tanto los judíos como los paganos, es decir, los griegos y los romanos. Con el sonido de este título, los judíos pensaban en un rey misterioso y maravilloso, aquel que los profetas anunciaron que vendría a salvarlos cuando Dios eliminara todo el mal del mundo e hiciera buenas todas las cosas. A los griegos les recordaba sus mitos, que frecuentemente hablan de los Hijos de los Dioses y de dioses que tomaban forma humana en la tierra. Lógicamente, Jesús no encajaba en el concepto judío de Hijo de Dios ni tampoco en el griego; las dos concepciones requerían los oportunos reajustes. Pero había algo que quedaba totalmente claro a cualquiera que escuchara que Jesús era el Hijo de Dios, a saber, que era un ser muy especial. Es más que un ser humano. Además, era todo un desafío aplicar este título a Jesús, porque la fe cristiana cancela las imágenes deslumbrantes y extraordinarias que los judíos y los romanos tenían del Hijo de Dios, al afirmar que éste no era otro sino el controvertido, ridiculizado, perseguido y crucificado Jesús de Nazaret. Nada sorprende que las autoridades no quisieran tolerar semejante idea.
Algo similar observamos cuando se le llama Señor. Esta misma palabra se refería habitualmente a un señor y amo; se usa en la traducción griega del Antiguo Testamento, previa a la época de Jesús, para describir a Dios. Los griegos la usaban para referirse a una divinidad y los romanos la aplicaban al emperador, que, como señor, exigía el culto que se le debía como divinidad que era; por esta razón se martirizó a los cristianos, pues al culto al emperador respondían diciendo: sólo Jesús es Señor.
El misterio de Jesús
No sólo entonces, sino que también en nuestra época sigue siendo necesario precisar qué entendemos cuando decimos que Jesús es el Hijo de Dios. Hasta donde las comparaciones entre conceptos humanos pueden ilustrar, el título quiere decir que Jesús y el Padre son uno y el mismo. Y, al mismo tiempo, resulta evidente que no son la misma persona, como si el Padre hubiera compartido en Jesús nuestra vida terrenal. Los autores del Nuevo Testamento se expresan con más precisión que nosotros. Cuando dicen Dios, siempre se refieren al Padre. Jesús es el Hijo, el ungido (= Cristo), el siervo de Dios; para los cristianos, es el Señor. A pesar de su unidad con el Padre, Jesús es un ser independiente. En esta perspectiva, Jesús ora al Padre. Y en una ocasión dijo una frase que ha constituido un permanente dilema para los cristianos: El Padre es más grande que yo (Jn 14,28).
El título Hijo de Dios significa que existe una relación muy especial entre Jesús y el Padre, una relación de confianza, entrega y existencia recíproca. Por esta razón puede actuar Jesús en el nombre de Dios. Lo que dice y hace también lo dice y lo hace el Padre, que cumple su propósito para la humanidad mediante Jesús – recordemos que era habitual que los reyes y los amos llamaran hijos a sus representantes y asistentes. Es en este sentido en el que Jesús quiere incluir a todos los que creen en su relación filial con el Padre. Jamás puede un ser humano llegar al núcleo de su ser Hijo de Dios. Nunca se anula la diferencia que existe entre mi Padre y vuestro Padre. Pero la humanidad entera sí puede seguirlo en su intensa relación con el Padre. Pablo afirmó claramente: Por la fe todos sois hijos de Dios en Jesucristo (Gal 3,26). Y cuando alguien acusaba a Jesús de actuar en contra del proceder de Dios, se defendía diciendo que los salmos ya decían de los seres humanos: Sois dioses (Jn 10,34; Sal 82,6).
Por consiguiente, el título Hijo de Dios explica verdaderamente todo cuanto pensamos de Jesús. Y, al mismo tiempo, mejor que cualquier otro título, muestra que nunca entenderemos realmente el misterio de Jesús. Pues el Hijo de Dios no es otro sino el Hijo del hombre, es decir, Jesús crucificado. Podríamos preguntarnos si en nuestro tiempo no es susceptible este título de numerosas interpretaciones erróneas. Pero ¿acaso no ocurre siempre lo mismo cuando intentamos explicar lo único, lo singular? Lo primero que debe hacerse para evitar el error de interpretación no es simplemente dejar de usar un nombre significativo, sino, más bien, explicar qué quiere decir. Los que no tienen interés en profundizar en esta cuestión, tampoco tienen derecho a quejarse de la posible malinterpretación del nombre. El mejor medio para eliminar las interpretaciones erróneas es recordarnos constantemente los conceptos increíbles que se contienen en la afirmación de que el hombre Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios encarnado. Nadie ha encontrado todavía un título mejor que se vea menos amenazado por las malinterpretaciones. Por esta razón, decimos en nuestro credo: Creo en Jesucristo, su único Hijo…, que nació de Santa María Virgen.
La palabra se hizo carne
El mismo Nuevo Testamento viene en nuestra ayuda. En la introducción al Evangelio de Juan leemos la palabra se hizo carne (Jn 1,14) refiriéndose a Jesús. También aquí encontramos la misma tremenda paradoja que detectamos en el título Hijo de Dios: el Hijo de Dios es el Cristo crucificado. Nos vemos confrontados con el mismo misterio abisal: el Dios todopoderoso, el Señor de su creación, ha abierto su corazón a su pueblo rebelde y, como si ya no fuera suficientemente increíble, ha entrado en la historia viniendo a vivir en la tierra, a compartir su vida con nosotros, aun manteniendo su trascendencia. Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo (Heb 1,1-2); [Dios] tomó la condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (Flp 2,6-8).
Así pues, retomando la pregunta realizada, la cuestión fundamental no es decidir cuál es la religión correcta, sino, más bien, preguntarse por el modo en que quienes preguntan, reaccionan ante la declaración de Jesús. En el Evangelio de Juan, Jesús dice de sí mismo: Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida Jn 8,12); Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí (Jn 14,6): Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz (Jn 18,37). Por consiguiente, la Iglesia profesa que Jesucristo es la verdad de Dios, de la humanidad y del mundo.