Ética y doctrina social
LA CONDUCTA CORRECTA*
EL IDEAL CRISTIANO
La Iglesia no posee un sistema organizado de una ley universal sobre la conducta correcta. Aunque a veces a lo largo de la historia del cristianismo algunos grupos han intentado elaborar una ley sistemática de conducta, la Iglesia, en su conjunto, no la ha aceptado. Tres son las razones por las que los cristianos no cuentan con un sistema legal para regular su comportamiento:
(1) Jesús, el Mesías, enseñó: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mandamiento primero y mayor. Y el segundo es semejante a este, amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mateo 22,37-40). El amor es la clave de toda la moral cristiana. El amor auténtico al prójimo solo puede proceder del corazón. No puede reducirse a un conjunto de normas. Lo que importa es la actitud interior. Este es el fundamento de la conducta cristiana: el amor al prójimo.
(2) El Espíritu Santo está en nuestro interior para guiarnos por el camino de la justicia. Antes de que Jesús fuera crucificado prometió que después de ser recibido en el cielo, Dios enviaría el Espíritu Santo «que os guiará en toda la verdad…» (Juan 16,13). También prometió que el Espíritu Santo «…convencerá al mundo de un pecado, de una justicia y de un juicio» (Juan 16,8). El Espíritu Santo es la presencia de Dios en la experiencia del creyente cristiano y en la Iglesia. El Espíritu Santo guía al creyente y a la Iglesia en la verdad y la justicia. Es imposible reducir a un código ético formal este tipo de encuentro personal con Dios, que es el totalmente Justo. La justicia cristiana surge de una relación de comunión con Dios. No puede codificarse. Es demasiado personal para eso.
(3) La presencia del Espíritu Santo en la vida del cristiano recrea la imagen de Dios que se echó a perder cuando el hombre se alejó de él. Lo que a Dios le interesa es la recreación en justicia de la persona. La obediencia servil a las leyes no recrea a la persona. Puede seguir teniendo pensamientos malos aun cuando exteriormente pueda parecer una persona justa. A Jesús le preocupaba sumamente el hombre interior, porque es ahí donde tiene su origen la justicia o el mal. Por eso reprendió la hipocresía de los dirigentes religiosos de su tiempo diciendo:
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro están llenos de rapiña y voracidad! ¡Fariseo ciego, purifica primero por dentro la copa, para que también por fuera quede pura!» (Mateo 23,25-26).
A lo largo del Nuevo Testamento se pone un enorme énfasis en la necesidad de ser transformado, de ser recreado y de llegar a ser como Cristo interiormente. Bajo la inspiración del Espíritu Santo, escribió el apóstol Pablo:
«Despojaos de vuestra antigua naturaleza, que pertenece a vuestro modo de vida anterior y está corrompida por vuestros deseos engañosos, renovaos en el espíritu de vuestras mentes y revestíos la naturaleza nueva, creada a semejanza de Dios en justicia y santidad verdaderas» (Efesios 4,22-24).
La persona recreada, que vive bajo la guía del Espíritu Santo, necesita principios que le ayuden a evaluar si, en efecto, vive «a semejanza de Dios en justicia y santidad verdaderas». ¿Cuáles son los principios de la justicia que el Espíritu Santo reveló en el pasado mediante los profetas? ¿Cuáles son los principios de la justicia que enseñó Jesús el Mesías? ¿Cuáles son las características de la verdad que el Espíritu Santo revela hoy al pueblo de la alianza? Examinaremos las respuestas a estas preguntas echando una breve mirada a las doctrinas morales esenciales que nos fueron reveladas tanto por el profeta Moisés como por la vida y las enseñanzas de Jesús el Mesías.
Gran parte de la Torá está formada por enseñanzas sobre la conducta correcta y el culto, que Dios reveló al profeta Moisés. Todos estos principios para una conducta correcta se resumen en los Diez Mandamientos que Dios reveló al pueblo de la alianza en el monte Sinaí (Éxodo 20,1-17).
Pueden resumirse en los siguientes términos:
1. No tendrás otros dioses excepto al único Dios verdadero.
2. No te harás una imagen.
3. No usarás el nombre del Señor, tu Dios, en vano.
4. Recuerda el día séptimo de la semana para santificarlo.
5. Honra a tu padre y a tu madre.
6. No matarás.
7. No cometerás adulterio.
8. No robarás.
9. No mentirás contra tu prójimo.
10. No codiciarás nada que pertenezca a tu prójimo.
Todos los cristianos admiten la validez de estos diez mandamientos, y deben acatar los principios revelados en ellos, que están basados en el amor a Dios y al prójimo.
En otros pasajes de la Torá Dios revela el deber de amarle a él y al prójimo (Deuteronomio 6,4; Levítico 19,18). Cuando apareció Jesús el Mesías, remarcó que el mandamiento del amor es el más grande de todos y que todos los demás mandamientos de la Biblia se resumen en la ley del amor. Dijo que de estos mandamientos sobre el amor «dependen toda la Ley y los Profetas» (Mateo 22,40). Por esta razón, Jesús mandó a sus discípulos que se amaran unos a otros (cf. Juan 15,12). Mediante su vida y sus enseñanzas, Jesús, el Mesías, enseñó a la gente el significado del amor. En el capítulo anterior ya hemos comentado cómo Jesús sirvió a la gente curándola y atendiendo sus necesidades.
Acogió y perdonó a los pecadores. El perdón que expresó en su crucifixión es la suprema revelación del amor. Sin embargo, no solo reveló el amor con sus acciones, sino también con su enseñanza.
En una ocasión, Jesús llevó a sus discípulos a un monte, cerca del mar de Galilea, y les enseñó los principios morales basados en el amor. Les explicó que la verdadera justicia depende de un compromiso espiritual interior con Dios. A estas enseñanzas se les denomina el Sermón del Monte, y se recogen en los capítulos 5, 6 y 7 del Evangelio de Mateo.
Jesús, el Mesías, comenzó el Sermón del Monte diciendo «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5,3). Los cristianos creen que el reino es «justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo» (Romanos 14,17). Jesús dijo que los «pobres» de espíritu entran o heredan este reino. Son solamente aquellos que reconocen que son pecadores, que reconocen que no viven en una comunión justa con Dios, que buscan el perdón; son solamente aquellos «pobres» que experimentan la gracia salvífica de Dios. Son los «pobres de espíritu» los que están deseando recibir la salvación a través de Jesús el Mesías. Son los necesitados que abren su vida al poder recreador del Espíritu Santo. Son ellos los que entran en el reino de los cielos.
Estos «pobres de espíritu» experimentan una recreación interior de actitudes que afectan a todas sus relaciones. Jesús dio ejemplos específicos del cambio de actitud que experimentarían quienes entraran en el reino de los cielos. Veamos algunos de los que dijo:
La paz (Mateo 5,21-26).
En los diez mandamientos leemos «No matarás». Pero Jesús el Mesías enseñó que también el odio es malo. Es el odio el que lleva a la gente a matar. Necesitamos liberarnos de las actitudes malvadas con respecto a los demás. En este sentido, dijo Jesús: «Os digo que todo el que está enfadado con su hermano será reo de (estará en peligro de) juicio» (Mateo 5,22).
El matrimonio (Mateo 5,27-32)
Uno de los diez mandamientos afirma «No cometerás adulterio» (Éxodo 20,14). Pero Jesús el Mesías dijo que todo deseo por una mujer que no sea su esposa es pecado. Dijo: «Os digo que todo el que mira a una mujer lujuriosamente, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón» (Mateo 5,28). El adulterio destruye el matrimonio y también destruye a la persona. Es un mal terrible. Por eso Jesús dijo que si cualquier parte de nuestro cuerpo, como el ojo, nos tienta para pecar, es mejor arrancarse el ojo que ceder a la tentación. «Mejor es perder uno de vuestros miembros a que vuestro cuerpo entero vaya al infierno» (Mateo 5,29).
Jesús también enseñó que el divorcio es malo. «Os digo que todo el que se divorcia de su mujer, excepto en caso de fornicación, la hace adúltera y el que se casa con una divorciada comete adulterio» (Mateo 5,32). El divorcio es malo porque rompe la unidad matrimonial que Dios planificó. Cuando creó a Adán y a Eva leemos que llegaron a ser «una carne» (Génesis 2,24). La unidad de una sola carne del matrimonio es un milagro de la gracia de Dios. El divorcio echa a perder y destruye el don sagrado de la unidad de «una carne» en el matrimonio. Jesús ordenó: «Por consiguiente, lo que Dios ha unido, que ningún hombre lo separe» (Mateo 19,6). Jesús dijo que aunque era verdad que al pueblo de la antigua alianza le estaba permitido divorciarse, esta cláusula se debía a la «dureza» del corazón del pueblo (Mateo 19,8). El divorcio nunca debería producirse en el pueblo de la nueva alianza, donde el Espíritu Santo está presente en la vida del creyente y de la Iglesia creando la verdadera justicia (cf. Mateo 5,33-37).
Aunque la Biblia no prohíbe nunca específicamente la poligamia, no obstante, la mayoría de las iglesias cristianas no permiten esta práctica entre sus miembros. Si bien algunos hombres de Dios en el Antiguo Testamento tenían más de una esposa, ninguno de estos matrimonios polígamos es jamás descrito en la Biblia como un ideal; de hecho, la mayoría se describen como tristemente infelices. La poligamia echa a perder la unión de «una carne» del matrimonio. La unidad de una carne exige una fidelidad total a la pareja del matrimonio. Pues si una mujer tiene varios maridos o un hombre tiene varias esposas, se malogra el profundo significado interior del matrimonio como unión de una carne, en la que el marido está llamado a amar a su esposa como a su propio cuerpo, y la esposa está llamada a amar profundamente a su marido. De hecho, la Biblia ordena al marido que se entregue a sí mismo en amor sacrificial por su esposa, al igual que Cristo se entregó en amor sacrificial por la Iglesia (Efesios 5,21-33).
La veracidad (Mateo 5,33-37)
El noveno mandamiento afirma «No darás falso testimonio» (Éxodo 20,16). Jesús el Mesías puntualiza el significado profundo de este mandamiento: ni siquiera podemos jurar, porque la persona que jura parece estar diciendo que a veces puede mentir; es solamente veraz cuando jura. La persona veraz nunca tiene que jurar, porque su palabra es siempre verdad. El hombre veraz solo tiene que decir «sí» o «no», y sus compañeros sabrán que ha dicho la verdad.
El perdón (Mateo 5,38-48).
Ya hemos dicho varias veces que Jesús enseñó que el mandamiento mayor es amar a Dios, y el segundo más grande es amar al prójimo como a uno mismo. Jesús el Mesías enseñó que la ley del amor exige que perdonemos a nuestro enemigo. Aunque algunos maestros habían dicho «Ojo por ojo, diente por diente», Jesús enseñó «… amad a vuestros enemigos y orad por quienes os persiguen…» (Mateo 5,28.44). Era muy concreto, al decir que si alguien nos pedía el abrigo le diéramos también la camisa, y si alguien nos pegaba en una mejilla le pusiéramos también la otra. Si nuestro enemigo merece el castigo, es algo que le compete a Dios; a nosotros no nos corresponde hacer el mal a nuestro enemigo (cf. Romanos 12,19).
El odio y la violencia crean más odio y violencia. Vengarse de nuestro enemigo no elimina el odio que existe entre los dos. Solo el perdón puede curar la violencia. Solo el amor puede destruir el odio. Si nuestro enemigo sabe que le amamos, tal vez pueda llegar a ser nuestro amigo, pero si usamos la violencia, los dos saldremos heridos y aumentará el odio entre nosotros.
La riqueza (Mateo 6,19-34).
El último de los diez mandamientos dice que no debemos codiciar nada que sea del prójimo. La codicia es el deseo perverso de hacerse con lo que es posesión de otro. Nuestro deseo de riqueza y de cosas es el que está en la raíz de la codicia. Jesús nos enseñó a evitar poner toda confianza en las riquezas y en las posesiones. El cristiano tiene que buscar la justicia; tiene que buscar en primer lugar el reino de Dios. Cuando lo amemos por encima de todas las cosas, él cuidará de todas nuestras otras necesidades. En esta perspectiva, Jesús dijo:
«Por consiguiente, no andéis ansiosos diciendo: “¿Qué vamos a comer?” o “¿con qué nos vestiremos?”… Buscad primero el reino y su justicia, y todas estas cosas serán también vuestras» (Mateo 6,31.33).
Jesús tiene mucho más que decir sobre el camino de la justicia que no podemos comentar en este breve capítulo. Probablemente, la parte más increíble de su sermón fue cuando dijo «Vosotros, pues, sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mateo 5,48). ¿Cómo podemos vivir tan justamente como Dios? Ciertamente, este tipo de justicia es solo posible cuando el Espíritu Santo recrea nuestras vidas a verdadera imagen y semejanza de Dios. Y como Jesús dijo, solo podemos experimentar este tipo de recreación cuando llegamos a ser pobres de espíritu, cuando confesamos nuestro fallo, nuestro pecado, nuestra necesidad de salvación.
«Y cuando Jesús terminó estos discursos, la gente estaba muy asombrada de su enseñanza, pues les enseñaba como quien tenía autoridad, y no como sus escribas» (Mt 7,28-29).
Los cristianos son quienes reconocen la autoridad de Jesús el Mesías. Se someten a la voluntad de Dios admitiendo a Jesús como Señor y Salvador. Son discípulos (seguidores) de Jesús. Los primeros cristianos decían que quienes confesaban que «Jesús es Señor» estaban andando por «el Camino» (Hechos 18,26). Incluso hoy, quienes siguen a Jesús andan por «el Camino». Es «el Camino» del amor, «el Camino» que vivió Jesús el Mesías.
RESPUESTA MUSULMANA
La Iglesia, a diferencia de la Umma musulmana, no posee un sistema de ley universal para la conducta correcta. Según el parecer de los cristianos, el amor, que es central en su doctrina, no puede reducirse a un conjunto de normas. Los musulmanes, sin embargo, que poseen tanto una ley divina universal como un sistema permanente de valores morales revelado, son de la opinión de que el hombre, al ser imperfecto y tener un conocimiento limitado, debe ser guiado en todo momento por esta ley y por los valores morales. Aunque al hombre se le ordena que practique la justicia, él no sabe cómo hacerlo. Así que la ley divina le da cada detalle sobre cómo practicar la justicia y la misericordia en cada caso.
Por otra parte, el sistema de valores morales sobre el que se basa la conducta cristiana es un tanto semejante al de los musulmanes, aunque en el cristianismo se hace que el amor desbanque a todo otro valor moral. A los ojos musulmanes, esta acentuación excesiva del «amor» en todos los aspectos de la vida cristiana les ha hecho considerar el ideal cristiano de conducta algo más teórico que práctico.
Una cuestión práctica en la que los cristianos y los musulmanes difieren terriblemente es el matrimonio y el divorcio. En el islam el matrimonio es un contrato entre un hombre y una mujer que es firmado en el nombre de Dios, y, por consiguiente, es una institución sagrada. Hay que hacer todo lo posible para mantener este contrato sagrado.
Sin embargo, si hay algunos obstáculos en el matrimonio que no pueden superarse mediante la reconciliación, entonces, el islam, en su magisterio práctico, permite el divorcio (talaq). El divorcio debe ser solamente un recurso último. El profeta Mahoma (la paz sea con él) decía: «De todas las cosas permitidas por la ley, el divorcio es la más odiosa a los ojos de Dios» (recogido por el Hijo de Omar, Abu Dawd y Hakim, Fikql Sunnah, vol. 11, Beirut, de Sayid Sabiq, Daarut-Kitab-l-Ataby, p. 241). De nuevo, el Corán aconseja: «si las mujeres os obedecen, no os metáis más con ellas» (4,34). El islam no toleraría los matrimonios infelices, infieles, sin amor y estancados. Por esta razón práctica se permite el divorcio.
Del mismo modo, el perdón es recomendado como una alta virtud moral del islam, pero debe darse de un modo práctico. En el islam, una persona agraviada o bien oprimida es libre para oponerse y vengarse del ofensor llevándole a la justicia o aplicándole un castigo. También tiene el derecho de perdonarlo, confiándole a Alá las consecuencias de sus acciones. El Corán dice:
«Una mala acción será retribuida con una pena igual, pero quien perdone y se reconcilie recibirá su recompensa de Dios. Él no ama a quienes hacen el mal» (42,40).
Otro versículo dice: «Alabados sean quienes reprimen la ira y perdonan las faltas de otros; Dios ama a quienes hacen el bien» (3,134).
Prácticamente, en el islam, no existe el extremo del ojo por ojo, ni el opuesto de poner la mejilla izquierda cuando se golpea la derecha. ¡No hay que darle los pantalones al hermano que te ha quitado la camisa!
(*Es copia del capítulo 23 de la obra de Badru D. Kataregga y David W. Shenk, Islam and Christianity. A Muslim and a Christian in dialogue, The Uzima Press, Nairobi 1980, pp. 155-162).