Cruz, pecado y redención
I. Las preguntas del musulmán
- ¿Cómo puede el Dios eterno sufrir y morir en una cruz? ¿Cómo puede dejar en manos de sus enemigos a un profeta de la categoría de Jesús? ¿Cómo puede el Padre sacrificar a su Hijo en la cruz? Todo esto constituye, sencillamente, una blasfemia.
- La muerte de una persona inocente y justa no puede borrar los pecados de otra persona ni puede redimirla de ellos. Que una persona inocente deba morir en lugar del culpable constituye una injusticia que clama al cielo.
- Para que Dios perdone los pecados no es necesario en modo alguno el sacrificio del que hablan los cristianos. Dios es todopoderoso y perdona a todos los hombres sus pecados; basta con que se arrepientan o que sigan siendo fieles a su fe. Dios es bondadoso; no es un juez despiadado.
- ¿Por qué debemos cargar con las consecuencias del pecado de Adán y ser considerados culpables por su pecado? ¿Cómo puede un recién nacido ser un pecador cuando aún no ha podido cometer pecado alguno? ¿No es cada ser humano responsable de sus propias acciones?
- La naturaleza humana no es radicalmente mala. ¿Por qué son tan pesimistas los cristianos?
- ¿Es cierto que los teólogos cristianos contemporáneos niegan la tesis de que la totalidad del pueblo judío hubiera sido rechazado por Dios debido a su colaboración en la muerte violenta de Jesús?
II. La perspectiva musulmana
En general
Cada uno es responsable de sus propios actos y por ellos será personalmente premiado o castigado. Las ideas de que los hijos heredan los pecados de los padres o de que alguien debe expiar el pecado de otro, son absurdas y totalmente incomprensibles.
Los cristianos exageran la gravedad del pecado. El pecado debe entenderse como la infracción de las convenciones morales y sociales (la infracción de lo que está más allá de los límites o haram), o, en el peor de los casos, como la infracción de la Ley dada por Dios (sharìa). El pecado no constituye ninguna ofensa a Dios. Dios es demasiado grande y excelso como para ser vulnerado por los pecados de aquellos a quienes ha creado. Por su omnipotencia y bondad, su soberanía y generosidad, Dios perdona fácilmente. Se puede ser un buen musulmán aunque no se cumplan siempre todos los preceptos de la Ley. Los únicos pecados imperdonables son la idolatría (shirk) y la apostasía (irtidâd).
La doctrina cristiana de la encarnación es escandalosa en sí misma, un escándalo que se incrementa aún más con la afirmación de un Dios encarnado que muere como un maldito. El Corán niega explícitamente la crucifixión y se opone furiosamente contra ella.
La cruz ha causado también en la historia grandes atrocidades. Sirvió de símbolo para empresas que difícilmente pueden considerarse un testimonio del amor cristiano: las cruzadas, que tanto en las lenguas occidentales como también en árabe están asociadas con el término cruz (salîb-al-hurûb al-salîbiyya: la guerra bajo la bandera de la cruz), y el imperialismo occidental, con su íntimo enmarañamiento entre el poder político y la religión cristiana. Incluso en nuestros días, las tensiones entre el mundo islámico y el occidental se revisten constantemente con los símbolos de la media luna y de la cruz.
A pesar de todo, los cristianos siguen confesando el significado salvífico de la cruz. Leemos en los catecismos y libros piadosos frases como las siguientes: «Cristo expió [nuestro pecado] por nosotros…ante la justicia divina ha realizado la satisfacción por nuestros pecados…por el pecado de Adán y Eva todos somos culpables».
En particular
1. Humanidad y pecado
El Corán cuenta el pecado de Adán con unas palabras y en un contexto que están muy próximos al texto bíblico (2,30-38; 7,19-27; 117-128). Dios había ordenado a Adán y a su mujer (nunca se menciona por su nombre a Eva en el Corán) que no comieran del árbol de la vida, pero ellos pecaron al desobedecerle. Sin embargo, es importante que advirtamos lo siguiente: Adán se convierte y Dios lo perdona. Por ello, inicia la sucesión de los profetas que no cometen pecado alguno.
El pecado de Adán tiene consecuencias para sus descendientes. Son echados del paraíso; se ven expuestos a la tentación de Satanás; su vida en común se llena de conflictos y enfrentamientos. No obstante, en otros versículos, el Corán protesta vehementemente contra cualquier idea de una responsabilidad colectiva. En numerosas ocasiones se repite la afirmación: «Nadie cargará con la carga ajena» (6,164; 7,28; 17,15; 35,18; 39,7). El hecho de que nuestros padres pecaran no puede excusar los propios pecados. A cada uno se le exhorta a reconocer su responsabilidad personal. El juicio final será estrictamente personal. Cada uno tendrá que rendir cuentas en el día del juicio (52,21; 53,38; 56,4-11; 82,19; y, especialmente, 99,7-8: «Quien haya hecho el peso de un átomo de bien, lo verá. Y quien haya hecho el peso de un átomo de mal, lo verá»).
Sin embargo, el Corán también reconoce que el ser humano tiende al mal por naturaleza. Cuando habla de la humanidad en general (al-insân), casi siempre dice que es rebelde (âsin), desagradecida o incrédula (kâfir), violenta, impaciente, pendenciera y poco fiable (2,75; 3,72; 5,61; 6,43; 7,94-95; 14,34; 17,11.67.100; 18,54-55; 21,37; 33,72; 48,26). Derrama sangre y comete atrocidades (2,30), desde el primer derramamiento de sangre, con el asesinato del hijo de Adán por su hermano (5,27-32), hasta el asesinato de los profetas por los hijos de Israel (2,61; 3,21.112.181.183; 4,155; 5,70). El Corán dice que «el alma tiende al mal (12,53).
Además, el Corán habla también de la solidaridad de todos los seres humanos tanto en el pecado como en el bien. Los malvados generan ateísmo e impiedad, los perdidos procuran inducir a los demás al error (2,109; 3,69.98.110; 5,49) y conjuntamente actúan en contra de Dios (5,78; 8,73; 21,54). Los creyentes, por el contrario, muestran su solidaridad animándose unos a otros a hacer el bien (4,114; 9,71; 60,10).
En lo que respecta a la intercesión (shafâa), los teólogos musulmanes sostienen que el Corán enseña que todo profeta debe interceder por su pueblo (24,62; cf. 3,159; 4,54; 8,33). Mahoma, en particular, intercederá por sus seguidores, los musulmanes, en respuesta a sus plegarias, pero siempre con la aprobación de Dios (2,255; 10,3; 19,67). En los círculos sufíes se percibe una tendencia a incrementar el número de los intercesores (walî/awliyâ: santos, amigos de Dios), con el riesgo de alentar la superstición y exponerse a la censura de los teólogos.
2. La cruz
El Corán niega explícitamente la muerte de Jesús en la cruz: «Pero ellos (los judíos) no lo mataron ni lo crucificaron, sino que les pareció así» (4,157; cf. 3,55). Para los comentaristas del Corán, este les pareció así (shubbiha lahum) significa que Jesús fue sustituido por otro que fue crucificado en su lugar. Entre los sustitutos que proponen el Hadit y los comentaristas del Corán encontramos al jefe de la tropa romana, a Simón de Cirene, a Pedro y a Judas Iscariote. En su conjunto, a la tradición musulmana no le cabe la menor duda de que Jesús no fue crucificado, sino que Dios, protegiéndolo de sus enemigos, lo sacó fuera de su alcance y lo elevó al cielo. Volverá al final de los tiempos para proclamar la inminente llegada del último día.
Es importante que comprendamos por qué el Corán y el islam niegan un acontecimiento que todos reconocen como un hecho histórico incuestionable. No se debe tanto a la influencia docetista o a las tendencias gnósticas, sino que es el singular monoteísmo del mismo Corán el que lo lleva a la conclusión de que Jesús no murió en la cruz. La mayor parte de los relatos sobre los profetas son modelados del mismo modo: el profeta es enviado a su nación pero es rechazado por todos menos por un grupo; la gente trata de matarlo, pero Dios lo salva de forma milagrosa, pues no puede entregar a su enviado a sus enemigos. Hay que admitir que en el período medinense, el Corán no denuncia a los hijos de Israel, los antepasados de los judíos de Medina, por haber matado a los profetas que se les habían enviado, pero se trata de breves referencias, mientras que el modelo que domina es la actuación de Dios liberándolos de las manos de sus enemigos, vindicándolos en oposición a los infieles. La historia que se nos cuenta sobre Jesús sigue este mismo modelo.
3. El perdón de los pecados
Très souvent, Dieu est représenté comme le riche en miséricorde. La conversion du pécheur et le pardon de Dieu sont liés. Oui, le pardon de Dieu précède même la conversion de lhomme et en est la cause (Q 9,118). Les théologiens musulmans diront que la conversion efface les péchés : presque « automatiquement » selon la doctrine des Mutazilites ; « Si Dieu le veut » disent par contre les Asharites, qui, paradoxalement, ajoutent que la conversion humaine et le pardon divin sexcluent mutuellement. Quand un homme se repentit et se convertit, ses péchés son effacés ; mais sil ne le fait pas, Dieu peut malgré tout encore pardonner. En tout cas, cette même doctrine asharitique, dit que celui qui conserve dans son cœur encore « un atome de foi (musulmane) entrera dans le paradis. Le Coran aussi bien que les théologiens modernes mettent par contre fortement laccent sur la valeur des bonnes œuvres.
III. La perspectiva cristiana
1. El pecado original
La mayoría de los exégetas y los teólogos están de acuerdo en el significado de Gn 3 y Rm 5,12-21. Estos textos no son una exposición científica sobre los orígenes de la humanidad y de las etapas de evolución del ser humano, sino que son relatos simbólicos mediante los que se expresa la convicción derivada de la observación general de la existencia del mal y del pecado en el mundo.
Desde que existen los seres humanos – como quiera que se explique sus orígenes – existe el pecado: el egoísmo individual o de grupo; los conflictos que terminan en derramamiento de sangre; la rebelión contra Dios y sus mandamientos, y la idolatría. Todas las personas experimentan en sí mismas la lucha entre el bien que les gustaría hacer y el mal que les atrae (Rom 7,21-25). El poder de atracción del mal acontece en el interior del ser humano. Está presente desde el instante mismo de su nacimiento. El ser humano se experimenta espontáneamente no sólo en armonía y en amistad con Dios, sino también como heredero de una naturaleza modelada por una larga historia de bien y de mal, y, especialmente, por una red de culpabilidad personal. Ésta socava la posibilidad de comprensión y unidad entre los seres humanos y entre éstos y Dios. En conjunto, esta situación encuentra su síntesis en la expresión bíblica el pecado del mundo (Jn 1,29). En este sentido, Pablo llega a la conclusión de que toda persona, judía o pagana, depende de la gracia del perdón de Dios que se ha revelado en Jesucristo (cf. Rom 3,21-25; Ef 2,8-9). En el bautismo, los creyentes se ponen bajo el señorío de Cristo, en quien se rompe el poder del pecado. El concepto de pecado se refiere en estos textos al medio, al ambiente o al poder dominante, no a un acto individual o personal.
Así pues, el concepto de pecado original no alude al pecado personal, que convertiría en culpable al ser humano desde el instante de su nacimiento. Ni en la Biblia ni en la doctrina de la Iglesia existe dato alguno que nos induzca a hablar de la transmisión de la culpa personal. El profeta Ezequiel (capítul0 18) crítica vehementemente esta idea, que también se ve rechazada por Jesús (Mt 16,27; Jn 9,2-3).
2. Cruz y redención
En realidad, la fe en la redención mediante la cruz ha conducido a ciertas concepciones cuestionables y a formas insanas de práctica religiosa. La glorificación espiritual del sufrimiento (el dolorismo) lleva en ocasiones al masoquismo, al ideal de una obediencia pasiva, a una mentalidad que convierte la justicia divina en una especie de facturación, a la exigencia de la reparación mediante el sufrimiento voluntario de un castigo en beneficio de otros, etc. Podríamos añadir a esta categoría la forma en que algunos líderes revolucionarios contemporáneos elogian el sacrificio absoluto de la vida en la lucha santa por la justicia y la liberación. Así pues, es necesario que clarifiquemos este punto recordando algunas verdades cristianas fundamentales.
2.1. La cruz como consecuencia de la vida de Jesús
La vida de Jesús es en sí misma liberadora y redentora. Mostró una libertad interior hacia la práctica de la ley religiosa de su tiempo, interpretándola, en parte, como algo contrario a la voluntad originaria de Dios y como ley que, por tanto, cargaba fardos innecesarios sobre la gente (cf. Mt 11,28; 23,4; Lc 11,46). Esta forma de ser, conjuntamente con la fidelidad con que revelaba el verdadero rostro de Dios como padre que ama a todos sin condición, le provocaron la hostilidad de los líderes de su pueblo. En colaboración con quienes se habían sentido desilusionados, estos líderes lo condenaron a muerte. Lo entregaron al poder de los romanos, que lo ejecutaron según sus leyes, usando el tradicional y cruel castigo de la crucifixión. La muerte violenta de Jesús fue la inevitable consecuencia de todo cuanto había realizado durante su vida.
Sus adversarios pensaron que con su muerte en cruz quedaba aprobado el juicio que habían emitido contra él: sus ideas y acciones no tenían fundamento alguno en la realidad, pues, de lo contrario, no hubiera sido abandonado a la muerte por Dios y por todo el mundo. Los discípulos, que habían creído que Dios mismo actuaba y se hacía presente en Jesús y que ya era inminente su reinado, se sintieron engañados. Lo que Jesús les había enseñado sobre Dios tenía que haber sido erróneo.
Si los discípulos no permanecen en este estado de decepción, sino que vuelven a confesar que Jesús es quien revela a Dios, es porque se les abrieron los ojos y ven a Jesús, el Crucificado, de un modo nuevo y, por lo tanto, pueden encontrarlo de forma también nueva.
La muerte de Jesús en la cruz no debe, por tanto, entenderse como indicación de que se había equivocado al proclamar a Dios como amor incondicional y a actuar en consecuencia con ello. Con palabras de Erhard Kunz:
«La muerte de Jesús puede también entenderse, precisamente, como una consecuencia intrínseca y profunda de este amor auténtico, por lo que la visión fundamental de Jesús no es desautorizada por la cruz, sino que, más bien, se ve así corroborada. Quien ama y actúa con bondad hacia otra persona, sin exigir condición alguna para demostrar su amor y su bondad, se pondrá de su lado, a pesar de las circunstancias cambiantes, y le mostrará toda su lealtad cuando – y sobre todo – se halle en peligro. Quien ama como lo hace Jesús, no huye del sufrimiento ni lo reprime, sino que lo comparte, mostrando compasión, cuyo significado literal es, precisamente, padecer con. En un mundo peligroso y necesitado, el amor nos lleva al sufrimiento (cf. Lc 10,30-37). Así pues, el amor, tal como lo entendió Jesús, no aparta de quienes hacen el mal. Carga con él y trata de vencerlo mediante el bien. Al soportar la injusticia y la violencia sin amargura, este amor rompe el círculo vicioso que se fundamenta en la venganza (ojo por ojo y diente por diente). Al verse ante este amor que no devuelve el golpe, el mal queda paralizado. De este modo, el amor vence al mal. Por tanto, en un mundo perverso, el amor lleva a sufrir injustamente e incluso, en el caso más extremo, al sufrir una muerte injusta (cf. Mt 5,38-48).
Si Jesús quiere dar un testimonio convincente de Dios como amor incondicional e ilimitado en un mundo perverso que hace sufrir, entonces no tiene más remedio que aguantar la violencia injusta. Así, el encuentro con el peligro y la violencia no socava la visión fundamental de Jesús, sino, todo lo contrario, es el modo en el que puede llevarse a cabo en nuestro mundo el amor incondicional. El bien al que amor aspira sólo puede obtenerse en nuestro mundo mediante la compasión y el sufrimiento que vence al mal. Sólo cuando el grano de trigo cae en tierra y muere, puede dar fruto (Jn 12,24). Desde esta perspectiva, la muerte de Jesús en la cruz no aparece como un final mortal que englobara todo su ministerio anterior como una mera ilusión, sino como el cumplimiento necesario de su ministerio. Mediante su sufrimiento y su muerte, Jesús ama hasta el extremo (Jn 13,1)».(8)
2.2 El significado redentor de la muerte de Jesús a la luz de la resurrección
Al resucitar a Jesús de entre los muertos, Dios confirma el significado profundo que había dado a su vida y su muerte. Mediante la resurrección, Dios hace que Jesús esté presente en la vida del mundo de todos los tiempos. La relevancia de la vida y la muerte de Jesús se hacen presentes y efectivas como algo contemporáneo. Puesto que Jesús vive resucitado y está presente en Dios, puede actualmente, como antes de su resurrección, comunicar a la gente el amor misericordioso de Dios. Tiene el poder de liberar del pecado y de la muerte. En consecuencia, toda persona es redimida en la medida en que opta, consciente o inconscientemente, por adentrarse en la vida de Jesús, es decir, con y en Jesús, para vivir con la misma fidelidad a la verdad que procede de Dios; para amar a los hermanos y hermanas hasta el punto de entregar la propia vida y extender el perdón incondicional a los adversarios y enemigos. Así se rompe la cadena de odio que vincula entre sí a los malvados y a sus víctimas. Dicho brevemente: mediante la resurrección de Jesús, Dios hace que el amor triunfe sobre el odio.
Jesús es el Señor, el Salvador y el Redentor por su resurrección, que transforma su vida y su muerte ejemplares en una fuerza que puede liberar de las cadenas del pecado y de la muerte, haciendo posible que las personas se adentren en la vida del Hijo de Dios.
Podemos decir, por tanto, con la Sagrada Escritura: Jesús no solamente muere por nuestros pecados, es decir, como víctima y sacrificio por nuestras equivocaciones, egoísmos y odios, que tan universalmente están presentes y habitan siempre con nosotros, sino también por nosotros pecadores, es decir, para abrirnos el camino a la liberación de nuestros pecados y darnos la fuerza y la gracia para conseguir esta liberación.
2.3 La reflexión de los primeros cristianos sobre la vida y la muerte de Jesús
Los discípulos de Jesús, hombres y mujeres, se vieron completamente asombrados por la resurrección. Tras haberse convencido del determinante fracaso y la eliminación del profeta, se vieron abrumados por la experiencia de la presencia Jesús resucitado en el Espíritu Santo. Ahora proclamarán que Jesús es Señor y Redentor. Es totalmente lógico que trataran de buscar una explicación a su escandalosa muerte en la cruz recurriendo a los modelos bíblicos de que disponían. Por ejemplo, el tema del gran testigo o mártir que, mediante su libre y absoluta entrega, atestigua la fidelidad a la misión dada por el Padre (Jn 10,18; 18,37; cf. Ap 1,5; 3,14); el tema del siervo sufriente que muere por los pecados de su pueblo (Is 50,5-8; 53,1-12); el tema del redentor, el mismo Yahvé, el göël, que rescata a su pueblo liberándolo de la esclavitud de Egipto comprándolo o pagando un rescate por él (Ex 6,6-8; cf. 2 Sm 7,23s.; Jr 31,32); y, finalmente, el tema del sacrificio perfecto, en el que la víctima se ofrece a sí misma sustituyendo el anterior sacrificio de animales (Heb 7,27; 9,12.26.28; 10,10; 12-14; cf. Rom 6,10; 1 Pe 3,18).
Este esfuerzo realizado por los primeros cristianos para hacer inteligible la muerte de Jesús a la luz de la resurrección, se encuentra en todos los escritos del Nuevo Testamento. El vocabulario de la tradición cristiana se desarrolló a partir de este proceso de reflexión, que del hebreo y del arameo pasó al griego, luego al latín y, posteriormente, a todas las demás lenguas con sus correspondientes culturas: martirio, salvación, redención, expiación, sacrificio, reparación, sustitución.
2.4 Teologías de la redención
A partir de este vocabulario, y distanciándose también en parte de sus raíces bíblicas, las teologías de la redención han utilizado los contextos culturales de su tiempo, prestando una particular atención a las categorías jurídicas tan apreciadas por el occidente latino. Este proceso ha dado origen, entre otras, a las siguientes teorías:
1. La teoría del castigo (los Padres Latinos, Agustín [354-430]). El pecado exige un castigo equivalente a la ofensa cometida. Cristo asume el castigo y nos redime pagando la deuda que teníamos con la justicia divina. Algunos Padres llegan al punto de decir que Cristo pagó la deuda al diablo, quien se había apoderado de toda la humanidad.
2. Las teorías teológicas de la sustitución o la satisfacción (Tertuliano, 160-220; Anselmo de Canterbury, 1033-1109). El pecado es una transgresión contra Dios. Puesto que Dios es infinito, la transgresión cometida contra él exige una reparación infinita, que los seres humanos finitos no pueden ofrecer. En su amor, Dios, por tanto, suministra un intermediario, sustituyendo a los seres humanos por su propio Hijo. Así, el Hijo puede satisfacer la justicia divina.
3. Los teólogos medievales, en particular Tomás de Aquino (1225-1274), expusieron la finalidad amorosa de la obra redentora. Dios podría haber perdonado nuestros pecados directamente, pero el perdonar así hubiera implicado que tenía en poca estima la dignidad de la humanidad creada por él a su imagen y como administradora (khalîfa) de la tierra. Dios quería que los seres humanos tomaran parte en su acto salvífico y en su perdón, primero en Cristo, y, luego, mediante Cristo y en él, en todo ser humano. Al ser elevado sobrenaturalmente a la vida de Cristo mediante la pura gracia, todo ser humano es capaz de cooperar en la perfección de su redención, viviendo y muriendo en voluntario sometimiento a Dios según el modelo de Cristo. Esta vida semejante a Cristo se caracteriza por la fe, el arrepentimiento y la obediencia a la voz de la conciencia.
Estas y otras teologías análogas nos ayudan a expresar algo importante: el serio carácter del proceso de la redención (teoría del castigo); el hecho de que Cristo tomara sobre sí la humanidad pecadora y aceptara sus consecuencias (sustitución); la participación de los seres humanos en su propia redención (mérito); la entrega voluntaria que Cristo hace de su vida (sacrificio). Sin embargo, podemos prescindir del marco jurídico de estas teorías. Pero, sobre todo, no debemos separar la muerte de Jesús en cruz de su vida y de su resurrección.
IV. Las respuestas del cristiano
El pecado original no es un pecado o una culpa personal heredada de Adán. Se refiere al ambiente general que domina por los pecados del mundo, un ambiente al que todo ser humano está sometido desde su nacimiento. El pecado es un acto personal del que cada uno es responsable. No podemos pasar por alto la inclinación al mal que existe en nosotros, como tampoco las malas influencias que pueden tentarnos en su dirección. También existen estructuras sociales de pecado que aumentan el poder del mal en el mundo.
La muerte de Jesús en la cruz es un hecho histórico sobre el que no hay razones para negarlo. Sin embargo, pienso que puedo entender por qué el Corán la niega. La niega, en efecto, para dejar claro la providencia gratuita de Dios para quienes son suyos. Por tanto, es importante explicar que, según la fe cristiana, Dios no abandonó a Jesús en la cruz, sino que lo resucitó de entre los muertos y transformó su muerte en gloria.
Además, no es admisible entender que Dios entregara a la muerte a Jesús como si estuviera desarrollando un guión dramático escrito de antemano. Jesús fue condenado a muerte por la actitud que mostraba hacia Dios y hacia la Ley. Fue víctima de los poderes del mal: el odio, la injusticia, la envidia, los poderes que buscan su propio interés y que aún siguen dominando nuestro mundo.
El Concilio Vaticano II (1962-1965) afirmó enfáticamente que los pecados de todos fueron en definitiva los responsables de la muerte de Jesús. El Concilio se opuso a atribuir la responsabilidad del rechazo y la muerte de Jesús a los descendientes de los judíos del siglo I o incluso al pueblo judío en general, bien de tiempos pretéritos o del presente.
La redención no es el apaciguamiento de un Dios vengativo que para restablecer su honor perdido exige el sacrificio de un inocente que expíe la culpa de los demás. La redención es la revelación del amor misericordioso y compasivo de Dios en la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, que, al entregar su vida por quienes ama, da a los seres humanos el don de la amistad con Dios y los capacita para vivir potenciados por este amor.
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- (8) Geist und Leben 46 (1973) 81-85, para esta cita.