German
English
Turkish
French
Italian
Spanish
Russian
Indonesian
Urdu
Arabic
Persian
Casa     Citas Biblia y Corán     Preguntas     Responsables

Muerte, juicio y vida eterna

I. VISIÓN MUSULMANA

 

La muerte

 

Los musulmanes no suprimen la idea de la muerte de su vida, sino que, al contrario, se les pide que vivan con ella. La muerte es la compañera diaria de la gente, y, por el bien de la misma vida, debe llegar a ser consciente de ella. El Corán dice: “Dondequiera que os encontréis, la muerte os alcanzará, aun si estáis en torres elevadas” (4,78), o también: “La muerte, de la que huís, os saldrá al encuentro” (62,8), y finalmente: “Nosotros hemos determinado que muráis y nadie podrá escapársenos, para que otros seres semejantes os sucedan y haceros renacer a un estado que no conocéis” (56,60-61).

 

Cinco veces al día los musulmanes pronuncian las siguientes palabras: “En verdad, el hombre camina hacia su perdición, excepto quienes crean, obren bien, se recomienden mutuamente la verdad y se recomienden mutuamente la paciencia” (103). […]. La muerte no se oculta ni se aleja en la vida de fe ni en la comunidad islámica. Al contrario, se le da un énfasis especial, o, mejor dicho, se le da su sentido auténtico. Dios recuerda al hombre en su palabra –el Corán– que la muerte no excluye a nadie y que no es exclusiva ni esencialmente el “salario del pecado”, sino que es, ante todo, un “retorno al hogar” y no un final. Los que no tienen fe creen que la muerte es un exitus –una salida, conclusión, final, desaparición o incluso una catástrofe–, pero desde la realidad de la religión es un retorno de la vida a su fuente –el “acercarse a Dios” (cf. 5,35). ¿Es la muerte el límite de la vida? Dios clarifica en el Corán que no quiere que se entienda la muerte de este modo, sin que importe lo que la gente pueda pensar de ello, […]

 

La tradición

 

Si queremos entender la seguridad de los musulmanes, que está centrada en el día de la resurrección y en la vida eterna junto a Dios, tenemos que comprender la vitalidad de la tradición.

 

El ángel de la muerte (llamado por la tradición Izrail) tiene una función fundamental en relación con los acontecimientos escatológicos. De él se habla en la sura 32,11 que dice: “El ángel de la muerte, encargado de vosotros, os llamará y, luego, seréis devueltos a vuestro Señor”. Aunque el Corán no trata de lo que acontece entre la muerte y la resurrección, la tradición sí que ha hablado del tema exhaustivamente. Según ella, el ángel de la muerte tiene la tarea de separar el alma (“nafs” o “ruh”) del cuerpo del difunto. Si se encuentra entre los salvados, será llevado ante Dios, donde oirá que han sido perdonados todos sus pecados. A continuación, el alma regresa a la tierra y se asienta en la cabeza del cuerpo insepulto. Sin embargo, el alma de un perdido es rechazada ya en las puertas más bajas del cielo. Luego, el ángel de la muerte retira su mano protectora de ella y cae a la tierra, donde los Zabaniya, los ángeles custodios del infierno, se apoderan de ella y la conducen a la asamblea de los condenados.

 

Un segundo paso importante es el interrogatorio que se lleva a cabo en la tumba. Una vez sepultado el cuerpo se aparecen los ángeles Munkar (el Rechazado) y Nakir (el Rechazador) para preguntarle al difunto sobre su fe y su vida de creyente. Esta historia ha desembocado en una tradición muy emotiva que juega un papel muy importante en los funerales. Los que asisten a él intentan ayudar al difunto a prepararse para el interrogatorio de los ángeles. Gritan las siguientes palabras: ¡Oh, siervo de Dios! Recuerda la obligación que asumiste antes de dejar esta tierra: el conocimiento de que solo hay un Dios y de que Mahoma es el mensajero del único Dios, que la fe en el paraíso es verdad, que la fe en el infierno es verdad y que el interrogatorio en la tumba es verdad, de que no hay duda de que llegará el último día, cuando Dios resucite a quienes están en la tumba; que tú has profesado que Dios es nuestro Señor, el Corán tu guía, la Kaaba la dirección hacia la que orientas tu oración, y que todos los creyentes son tus hermanos y hermanas. Que Dios te de fuerzas en esta prueba, pues el Corán dice: “Dios dará firmeza a los que creen en la palabra firmemente arraigada, tanto en este mundo como en el venidero, pero a los inicuos los deja que se pierdan. Dios hace lo que quiere” (14,27).

 

Si esta es la respuesta final, los ángeles Mubashshar y Bashir (portadores de la buena noticia) se encargan del difunto. Abren la tumba un poco para que la luz entrante llegue a raudales hasta el interrogado como singo de la resurrección prometida. Y dicen a continuación: Duerme, como duerme el esposo, a quien solo su amada puede despertar. Descansa hasta que Dios te resucite de tu lecho.

 

En cambio, si la respuesta es negativa, el cadáver es entregado a los denominados castigos de la tumba, es decir, es golpeado y humillado por Munkar y Nakir.

 

Luego sigue la larga noche, el tiempo de espera para el juicio final. Las almas viven como si estuvieran dormidas por una borrachera. Finalmente, cuando comience el último día, será “como si no hubieran permanecido más de una hora del día” (10,45), o “no haber permanecido más de una tarde o de una mañana” (79,46).

 

La tradición del interrogatorio se basa principalmente en dos pasajes del Corán:

 

– “Entre los beduinos que os rodean y entre los medinenses hay hipócritas que se obstinan en su hipocresía. Tú (oh Mahoma) no los conoces. Nosotros los conocemos y los castigaremos dos veces y, luego, serán enviados a un castigo terrible” (9,101);

– “Di (oh Mahoma a los idólatras): ¿No vais a creer en quien ha creado la tierra en dos días y les atribuís iguales? ¡Él (y ninguno más) es el Señor del universo! En cuatro días iguales: ha puesto en ella, encima, montañas firmes, la ha bendecido y ha determinado sus alimentos… Luego, se dirigió al cielo, que era humo, y dijo a este y a la tierra: ‘¡Venid, queráis o no!’. Dijeron: ‘Vamos de buen grado’” (41,9-11).

 

Es evidente que la tradición de esta teología sin fundamento en el Corán ha sido siempre cuestionada, aunque es una parte importante de la piedad popular. En particular, la corriente teológica, de base racionalista, de los mutazilíes, en la primera mitad del siglo VIII, a la que también se adhirió el reformista Muhammad Abduh (1849-1905), rechaza la idea de un interrogatorio en la tumba, y, por consiguiente, también el castigo en ella. Los mutazilíes sostienen que si miramos al difunto no hay en él signo ni prueba de una resurrección y de un interrogatorio. Sin embargo, esta argumentación está en contra de la interpretación literal de los versículos citados, que parecen referirse a un castigo en la tumba. Ahora bien, solo puede asumirse el sentido literal del Corán si no contradice la experiencia y la razón. De lo contrario, debe interpretarse en sentido figurado. Lo que se exige es la fe en que cada persona tendrá que justificarse ante Dios y que el juicio sobre esta justificación desembocará en recompensa o en castigo.

 

Hay además otros textos que tratan sobre la localización del alma entre la muerte y la resurrección. Según uno de ellos, el alma se queda en la tumba hasta la resurrección. Este es tu lugar hasta el día de la resurrección, cuando Dios te despierte. Aquí recibe lo que merece, recompensa o castigo, como pregustación de lo que le aguarda después de la resurrección en el día del juicio. Otro texto dice que todos los creyentes van al paraíso incluso antes del juicio: El alma de los creyentes es como un pájaro que mora en los árboles del paraíso hasta que Dios la despierte en el día de la resurrección de su cuerpo.

 

Dada la venerable antigüedad de la tradición, muchos teólogos confían en la bila kaifa, es decir: “Lo creemos, pero nos abstenemos de preguntar cómo es posible”.

 

Los mutazilíes, por otra parte, remiten a las enseñanzas de varios compañeros del profeta Mahoma y sus sucesores, que se limitaron a decir lo siguiente con respecto a las cuestiones escatológicas: “Las almas de los fieles están con Dios”, sin añadir nada más. Así queda zanjada la tradición.

 

La superación del límite de la muerte según el Corán

 

Independientemente de lo que se piense sobre la tradición piadosa, hay que decir que los textos transmiten un elevadísimo nivel de seguridad de que el hombre se encontrará con Dios, de que el límite de la muerte no se impone a Dios y de que la muerte no es el final, sino un nuevo comienzo.

 

A pesar de las coloridas imágenes del paraíso, que según la sura 47,16 deben entenderse como una parábola, el Corán es más bien seco y sobrio, casi silente, sobre el encuentro con Dios, como si quisiera mostrar que la superación de la muerte mediante el poder y la misericordia de Dios no necesita palabras o indicadores especiales.

 

En efecto, la fe en una resurrección para la vida eterna, en el “día del juicio”, para la recompensa y el castigo, es esencial en el islam. El reformista Muhammad Abduh (1849-1905) afirma claramente en su libro sobre la unidad con Dios (tahvid): “Quienes creen en el libro sagrado y sus mandamientos, comprenden las revelaciones que contiene sobre el más allá y lo que sucede allí según su propia interpretación en el caso de que les resulte difícil el sentido literal. Pero tienen que apoyar su explicación de los textos mediante pruebas sólidas si varía del sentido obvio de las palabras, y deben preservar la doctrina de una vida después de la muerte. Sus explicaciones tampoco deben afectar a la fe en la recompensa y el castigo por las obras terrenales, y las promesas y amenazas que se cumplirán en la vida venidera según las enseñanzas del Corán. Y, finalmente, la interpretación no debe contener nada que ponga en tela de juicio los deberes morales impuestos por la fe”.

 

En este caso, Abduh se refiere al artículo quinto del credo islámico, que profesa la fe en “la resurrección después de la muerte y en el día del juicio”. Este artículo se basa en la afirmación ortodoxa de la sura 2,177 (“… el justo es el que cree en Alá y en el último día”) y de la sura 30,50 (“¡Y mira las huellas de la misericordia de Alá (en la creación), cómo vivifica la tierra después de muerta! Tal es, en verdad, el Vivificador de los muertos. Es omnipotente”).

 

Según la concepción islámica no es necesario un entorno o un lugar particular en la vida venidera para comprende la finalidad de la esperanza en la salvación: Ni el Corán ni la tradición suministran una descripción del paraíso o del infierno. Las metáforas de los “jardines eternos” y del “fuego” expresan la intensidad, no la cualidad, de la alegría o del sufrimiento como consecuencia directa de las acciones humanas, que la justicia de Dios ha prometido y determinado para el hombre. De existir algo sobre la cualidad de la recompensas en el paraíso, se encontraría en la siguiente sura del Corán: “Nadie sabe la alegría reservada a ellos en retribución a sus obras” (32,17), y en un hadiz que dice: “He preparado para mi siervo justo lo que ojo no ha visto, ni oído ha escuchado, y lo que el corazón de un hombre no puede ni siquiera imaginarse” (Abu Hurairam, según Imam Bukhari y Muslim). […]

 

Las visiones del paraíso y su finalidad

 

El hombre solo puede imaginarse la alegría y el sufrimiento en el contexto de su experiencia de la vida y de su entorno peculiar. Muhammad Hamidullah escribe que la forma y el contenido de las afirmaciones sobre el paraíso y el infierno estaban, naturalmente, encaminadas a las expectativas y la imaginación de los contemporáneos del profeta Mahoma, y que se referían a las situaciones de aquellos tiempos y ambientes. Usan las imágenes concretas de los nos envuelve en nuestra vida terrenal: jardines y arroyos, jóvenes bellas, alfombras, piedras preciosas, frutos, vino y todo cuanto el ser humano puede desear. De igual modo, en el infierno se encuentra fuego, agua hirviendo y otras torturas; también el hielo cubría los desiertos –pero sin embargo no se asocia con la muerte.

 

Si bien estas imágenes ya no son apropiadas para nuestra época, podemos, no obstante, percibir su fuerte intensidad, que intenta transmitir algo que no está destinado al procesamiento lógico y racional, sino al mundo de las emociones. Y, sin embargo, su finalidad es obvia: se trata de una imagen que ayuda a reafirmar nuestro comportamiento moral, ético y social.

 

Dice, por ejemplo, el profeta: “Si llega la muerte a un creyente, es para él una buena noticia del agrado de Dios y de su misericordia. Él no quiere nada más que lo que está a punto de ocurrir. Anhela encontrarse con Dios y Dios anhela encontrarse con él. Por otra parte, un no creyente advierte la noticia como una notificación que le anuncia el desagrado de Dios y el castigo inminente. No odia sino lo que está a punto de ocurrir. La idea de un encuentro con Dios le resulta vergonzosa, y a Dios también le avergüenza esperar este encuentro. Los que se encuentran en el infierno crecerán tan alto que la distancia entre los lóbulos de sus orejas y sus hombros será como un viaje de setecientos años de duración, su piel como setenta codos y sus muelas como el monte Uhud” (Ibn Omar, según Musnad Ahmad).

 

Si pensamos que el cuerpo humano, y, en particular, la piel y la cabeza, son especialmente sensibles al dolor, podemos imaginarnos la impresión que estas afirmaciones causarían en los compatriotas. […]

 

Y, finalmente, los relatos hablan de quienes habitan en el paraíso: “La posición más humilde de uno de vosotros en el paraíso será aquella en la que Dios le dirá que puede pedir un deseo. Y él expresará muchos deseos…. y finalmente Dios le dirá que se cumplirán todos ellos. Recibirá todo y una igual cantidad adicional” (Abu Huraira y Muslim).

 

La visión de Dios

 

La clave de lo que, en comparación, aguarda al piadoso al final del camino que lleva a la salvación, se encuentra en la sura 10,26: “Para quienes obren bien, lo mejor y más”. Los tradicionalistas Imam Muslim (que murió en el 875) y Muhammad Abu Isa Al-Tirmizi dicen el profeta Mahoma se había referido a esta sura cuando describió la “visión de Dios” como la recompensa más alta para los creyentes. Un hadiz afirma que Dios se aparecerá a todos los que estén reunidos en el “lugar de la morada” y que todos lo verían, “como uno ve la luna por la noche cuando resplandece con toda su gloria” (Bukhari, Riqaq).

 

La meta final por la que luchan los musulmanes es la “unión con Dios”, la “visión de Dios”. El Corán dice: “Ese día, unos rostros brillarán, mirando a su Señor” (75,22-23). “Este es el triunfo supremo” (9,72), “la casa de la paz” (10,25). Y Dios promete que la muerte será vencida: “¡Alma sosegada! ¡Vuelve a tu Señor, satisfecha, acepta! ¡Y entre con mis siervos entra en mi jardín!» (89,27-30).

 

Sin embargo, sobre los condenados se dice en la sura 2,174: “Alá no hablará con ellos en el día de la resurrección”, y en 3,77: “Alá no hablará con ellos ni les mirará en el día de la resurrección”, “ese día serán separados de su Señor por un velo” (83,15). Pero esta expulsión no es para siempre. Mahoma decía: “Sobre el infierno llegará un día en el que sus puertas chocarán (unas contra otras) por el viento y nadie será dejado dentro” (Abd Allah Amr Ibn al-As, según Musnad Ahmad).

 

Todas las tradiciones y promesas se basan en la gran llamada de Dios para alcanzar la vida verdadera: “¡Creyentes! ¡Escuchad a Alá y al mensajero, cuando este os llama a algo que os da la vida! ¡Sabed que Alá se interpone entre el hombre y su corazón, y que seréis congregados hacia él!” (8,24).

 

(Extraído de Muhammad Salim Abdullah, Islam – Für das Gespräch mit Christen, Altenberge 1988, pp. 82-93).

 

II. VISIÓN CRISTIANA

 

La resurrección de lo muertos y la vida eterna

 

Hay personas que mueren de mayores tras una vida completa. Pero también hay niños y jóvenes que mueren de enfermedad, hambre o frío, en accidentes o en catástrofes. Solo Dios sabe cuánta gente muere por la indiferencia de su prójimo, que no quiere compartir ni el pan ni los medicamentos, ni su tierra ni sus casas, o por la violencia de quienes prefieren hacer a guerra en lugar de luchar por la paz.

 

* Cuando los cristianos dicen que creen en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, no quieren decir que quieren evitar la muerte y el sufrimiento.

 

* Solo les interesa consolar a su prójimo desamparado y excluido con palabras de una vida mejor tras la muerte.

 

* Cuando los cristianos afirman que creen en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, quieren decir: “Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que él los resucitará en el último día” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 989). Creemos que estamos llamados a vivir con todo nuestro ser transformado una vida mejor de cuanto podamos imaginar o soñar, porque nos será dada por Dios.

 

Dios no es un Dios de muertos

 

Los libros de la Biblia están llenos de relatos. En ella, los hombres hablan de sus planes y objetivos, de sus alegrías, cuando la vida va bien, de su tristeza y decepción cuando golpea la desgracia, del mal que hacen y del mal que sufren, y se preguntan: ¿Por qué estamos en esta tierra? ¿Para qué esforzarnos tanto cuando cada hombre sabe que tiene que morir? ¿Por qué a uno se le concede una larga vida mientras que otro muere antes de que su vida haya comenzado propiamente? El ser humano no puede encontrar en su propia experiencia unas respuestas plausibles a estas preguntas.

 

Los hombres, cuyas historias leemos en la Biblia, conocen sus límites. Sin embargo, experimentan una esperanza que sobrepasa esos límites. Sienten que están abiertos a Dios y en él ponen toda su esperanza.

 

Jesús prometió la resurrección de los muertos. Al morir su amigo Lázaro le dijo a su hermana Marta lo que posteriormente repite a todo hombre y mujer que lloran en la tumba de un hermano o hermana: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Juan 11,25).

 

En el día de Pascua, Dios mostró mediante Jesucristo que es más fuerte que la muerte. La tumba de Jesús está vacía, se aparece a sus discípulos, les muestras las manos y los pies atravesados por los clavos de la pasión y les dice: “¡Mirad mis manos y mis pies! ¡Soy yo!” (Lucas 24,39).

 

La resurrección de Jesús les da la certeza de que también nosotros resucitaremos con él, como nos asegura san Pablo: “Si el Espíritu de quien resucitó a Jesús de entre los muertos vive en vosotros, él, que resucitó a Cristo de entre los muertos, dará también la vida a vuestros cuerpos mortales, porque su Espíritu vive en vosotros” (Romanos 8,11).

 

Y Jesús anuncia: “No os extrañéis de esto: llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz, y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal para una resurrección de juicio” (Juan 5,28-29).

 

¿Cómo resucitarán los muertos?

 

Nuestro lenguaje y nuestras palabras se refieren a este mundo y a su realidad. No poseemos las palabras adecuadas para hablar del mundo y la realidad de Dios. Los primeros cristianos ya lo experimentaron cuando se preguntaron: ¿Cómo acontecerá la resurrección de los muertos? ¿Qué le ocurrirá al cuerpo que se descompone en la tumba? ¿Seguirá discapacitada una persona después de resucitar? ¿Llegará a la adultez en el cielo un niño difunto? ¿Qué pasará con todos los que han muerto y aún tienen que morir con la esperanza en Dios y la fe en Jesucristo?

 

Frente a estas preguntas, y muchas otras, no tenemos mejor respuesta que mirar a Jesús resucitado, que está glorificado y que también lleva en su cuerpo las heridas de su pasión como señal del gran amor que le hizo dar su vida por nosotros. La tumba vacía, los estigmas, por una parte, y la aparición nueva y misteriosa de Jesús resucitado, por otra, nos permiten decir que los muertos resucitarán con su cuerpo, que, al mismo tiempo, es diferente, porque es un cuerpo glorificado, al igual que el grano de trigo que cae en la tierra se transforma con la muerte para dar fruto (cf. Juan 12,24).

 

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús” (n. 997).

 

Teniendo en cuenta este misterio que envuelve a la vida y el amor, y que está basado en la “omnipotencia de Dios”, dice san Pablo a los corintios: “Lo que ojo no vio, ni oído oyó y ninguna mente humana concibió: las cosas que Dios ha preparado para quienes le aman” (1 Corintios 2,9).

 

Cuando participamos en la eucaristía, alimentamos nuestro cuerpo con el cuerpo del Señor resucitado. La eucaristía es prenda de vida eterna. “Pero nuestra participación en la eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1000). Y Jesús mismo dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Juan 6,54).

 

Mientras esperamos ese día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya en la dignidad de pertenecer a Cristo. Esta dignidad implica la exigencia de que trate su cuerpo con respeto, pero también el cuerpo de toda otra persona, especialmente de quien sufre (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1004). En este sentido, dice san Pablo: “El cuerpo para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Dios resucitó al Señor y también nos resucitará por su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?... No os pertenecéis;… Por tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo” (1 Corintios 6,13-15.19-20).

 

Los cristianos y la muerte

 

La muerte atemoriza al hombre –incluso a quienes confían en Dios, porque ella significa decir adiós, despedida y separación. Hay que dejar todo cuanto la vida hizo que llegara a ser una persona, toda riqueza y toda relación con los demás. Todos mueren con las manos vacías.

 

Ningún moribundo debe avergonzarse de su temor. También Jesús recurrió a su Padre en la cruz. Conjuntamente con él, todo moribundo puede recurrir a Dios cuando se acerca su última hora, al igual que el ladrón crucificado a su lado, que pone toda su confianza en su salvador y a quien se le dice: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23,43). Con Jesús, todo moribundo puede estar seguro de que el Dios misericordioso cambiará todo el miedo en alegría y que llenará las manos vacías. “Para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su resurrección” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1006).

 

Nosotros creemos que Dios se encontrará con nosotros cuando muramos. Los ojos que han sido cerrados por la muerte, se abrirán. Estaremos ante Dios, cada uno con nuestra historia, nuestro amor y nuestra culpa; con todo el bien y el mal que hemos hecho, por el amor a Dios y a nuestro prójimo o en su detrimento. Creemos que este encuentro determinará nuestra vida.

 

Los profetas de Israel y Jesús hablan de esta experiencia como juicio. Los ojos de Dios ven profundamente en nuestras almas. Nada puede ocultársele, nada se le pasa por alto. Él, que es infinitamente justo, sabe que somos débiles y lo tiene en cuenta. Él, que es infinitamente misericordioso, valora si admitimos humildemente nuestra debilidad y si esperamos algo de su misericordia. Y se dictará la sentencia: recompensa o castigo, dicha o condenación, seno de Abrahán o llamas eternas, cánticos de alabanza o llanto y rechinar de dientes (cf. Mateo 8,12), baile en la boda o inútil tocar en las puertas cerradas (cf. Mateo 25,1-13). Son imágenes que nos llegan a lo profundo. Se expresan para quienes aún están viajando, para que puedan arrepentirse, cambiar su vida y hacerse más fuertes en el amor a Cristo: en la fe, en la esperanza y en el amor.

 

Se dice en la misa de difuntos: “Pues la vida de los que en ti creemos no termina, sino que se transforma, y al dejar nuestra morada mortal otra eterna nos espera en el cielo”.

 

La muerte. Marca el final de la vida terrenal y el comienzo de la vida eterna: el alma se separa del cuerpo mortal y se encuentra con Dios en un juicio especial. El último día, cuando Jesús venga de nuevo en gloria, todos los muertos resucitarán, sus almas se reunirán con sus cuerpos, los de los justos con un cuerpo glorificado, transfigurado, y los de los condenados con un cuerpo de dolor y sufrimiento.

 

El día del juicio. Nosotros diferenciamos entre el juicio individual o el juicio personal y el día del juicio final. El juicio individual sigue inmediatamente a la muerte y determina la pertenencia eterna a la comunión de los elegidos o la exclusión de tal comunión. El juicio se hace teniendo en cuenta en qué medida el individuo ha intentado seguir la voluntad de Dios durante su vida terrenal y creer en Jesucristo. Este juicio es final. El día del juicio (el juicio del mundo) está relacionado con el último día, el día en el que Jesús vendrá de nuevo para revelar el reino de Dios, que es también su reino. En este día todos los muertos resucitarán de nuevo. En presencia de todas las naciones congregadas ante Cristo, cada individuo será juzgado en cuerpo y alma (cf. Mateo 25,32).

 

El juicio. El veredicto se basará en el libre albedrío de la persona durante su vida terrenal. Los que se han separado de Dios, deliberada y voluntariamente, no tendrán lugar entre los elegidos. Su destino es el de los excluidos, “en el fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mateo 25,41): este es el “infierno”. Para quienes han confesado a Dios y a su Hijo Jesucristo, pero que en el momento de la muerte no estaban plenamente preparados y no eran dignos de encontrarse con él, existe un período de purificación, de espera y maduración en el “purgatorio”, el fuego purificador. Aquí aguardan con la esperanza de entrar en la plena comunión con Dios, ayudados por las oraciones de los fieles. A los elegidos que se dejaron consumir y transformar por el amor de Cristo, se les dirán las siguientes palabras de Jesús: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mateo 25,34). Verán a Dios tal cual es y serán semejantes a él (cf. Juan 3,2). Vivirán en una comunión eterna con él. Estarán “en el cielo”.

 

La vida eterna

 

La vida eterna es no tener ya miedo de nadie, ni incluso de nuestra debilidades; es ser el hombre que Dios tenía en mente cuando nos llamó por nuestro nombre; es vivir con dios, vivir en la plenitud, para siempre, no en un descanso eterno, sino en una plenitud de paz, luz y amor inimaginables –¿quién podría decir con precisión cómo será? San Agustín, uno de los padres de la Iglesia, escribió: “allí seremos totalmente libres y veremos, veremos y amaremos, amaremos y daremos gracias. Mirad, esto es lo que ocurrirá y no tendrá fin”.

 

Los profetas del Israel y san Juan, el profeta del día del juicio final, hablan en metáforas para explicar cómo será la vida nueva. Hablan del cielo no como si fuera algún lugar en alguna parte por encima de las nubes. El cielo es donde está Dios y donde el pueblo vive con él como su pueblo. La antigua tierra, llena de culpa y desfigurada por el hombre, ha desaparecido. Una nueva tierra será el hogar de la humanidad, una tierra que será como Dios quería que fuera, iluminada por Cristo resucitado. Un mundo en el que el pueblo, su pueblo, vive con él y se deleita en la visión de Dios: él mismo es su luz y su vida. Por consiguiente, ya no serán necesarios el sol y la luna. En la nueva Jerusalén no hay casas hechas de piedra y tampoco templos para encontrarse con Dios. Dios está presente, él habita entre el pueblo.

 

Será una tierra nueva y fecunda. La Biblia la representa con numerosas imágenes: fuentes que brotan en el desierto; árboles que crecen y dan fruto doce veces al año; un mundo en el que ninguna criatura amenaza a otra: los lobos yacen con los corderos, y pueden vivir sin amenazarse unos a otros; un niño mete la mano en el escondrijo de la serpiente y no le muerde (cf. Isaías 11,6-8).

 

El hombre descubrirá lo que significa ser plena e íntegramente humano. Ya no habrá más enfermedad, ni muerte, ni soledad, ni tristeza, ni lágrimas, ni odio, ni antagonismo ni opresión.

 

Hay también otras imágenes, porque no hay suficientes palabras para describir esta plenitud: los ojos del ciego y los oídos del sordo se abrirán, el cojo saltará como un ciervo y la lengua del mundo cantará con alegría (cf. Isaías 335,5-6). Las espadas y las lanzas dejarán de ser necesarias, se romperán para convertirlas en arados y podaderas. Desaparecerá toda idea de guerra. Cada uno se sentará bajo su parra y su higuera sin tener que temer a nadie (cf. Miqueas 4,3-4). Dios mismo enjugará las últimas lágrimas de los ojos de los afligidos –sí, en efecto, todo cuanto existía desaparecerá.

 

“Verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes” (Apocalipsis 22,4).

 

San Juan, el visionario, escribió el último libro del Nuevo Testamento, el “Apocalipsis”, también denominado Revelación. Trata de los secretos que Dios “reveló” a san Juan a través de unas visiones: El triunfo de Dios y de Cristo, su hijo, y la derrota de los poderes del mal; la salvación eterna; la felicidad de los que viven con Dios para siempre.

 

“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,

que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo;

por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo,

para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor;

eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo,

según el beneplácito de su voluntad,

para alabanza de la gloria de su gracia

con la que nos agració en el Amado.

En él tenemos por medio de su sangre la redención,

el perdón de los delitos,

según la riqueza de su gracia

que ha prodigado sobre nosotros

en toda sabiduría e inteligencia,

dándonos a conocer el misterio de su voluntad

según el benévolo designio

que en él se propuso de antemano,

para realizarlo en la plenitud de los tiempos:

hacer que todo tenga a Cristo por cabeza,

lo que está en los cielos y lo que está en la tierra.

A él, por quien somos herederos,

elegidos de antemano

según el previo designio del que realiza todo

conforme a la decisión de su voluntad,

para ser nosotros

alabanza de su gloria,

los que ya antes esperábamos en Cristo.

En él también vosotros,

tras haber oído la Palabra de la verdad,

el Evangelio de vuestra salvación,

y creído también en él,

fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa,

que es prenda de nuestra herencia,

para la redención del pueblo de su posesión,

para alabanza de su gloria” (Efesios 1,3-14)

 

(Extraído de I believe. Small Catholic Catechism, Kirche in Not, Königstein 2004, pp. 105-113).

 

Contáctenos

J. Prof. Dr. T. Specker,
Prof. Dr. Christian W. Troll,

Kolleg Sankt Georgen
Offenbacher Landstr. 224
D-60599 Frankfurt
Mail: fragen[ät]antwortenanmuslime.com

Más información sobre los autores?